lunes, 22 de enero de 2024

El poeta Alejandro Montiel escribe a sus amigos sin rabia ni esperanza acerca de algunos asuntos que les tocó vivir en tiempos y lugares no siempre amables

El Primero A de Bachillerato del Instituto Marqués de la Ensenada (ahora Sagasta), de Logroño, en el curso 1969-70. El cuarto por la izquierda de la primera fila es Alejandro Montiel. En el centro de la última, con aura de folio apaisado, está Alfonso Martínez Galilea.
 
Los editores Mangolele & Sancha acaban de presentar el libro Trece epístolas rudas, del poeta logroñés Alejandro Montiel. Aunque escribe poemas desde finales de los años 70, esta colección de cartas en verso alejandrino escritas entre 1992 y 1994 y dirigidas a varios amigos de distintas épocas y lugares es su primer libro de poesía publicado. En cambio, sobre los asuntos a los que ha dedicado su brillante vida profesional y académica (el cine y el teatro, el arte y sus historias) ha publicado de manera continuada numerosas obras de mérito y valor perdurable.
El poeta Desiderio C. Morga considera que "si algo caracteriza de modo palmario a estos alejandrinos sostenidos, es la suavidad del fraseo, el fluido verbal y la calidad estrófica, todo ello ceñido a una cotidianeidad donde no se ocultan los gustos y fobias del autor. Un libro, en definitiva, tan diverso y denso como los destinatarios de las cartas y que requiere, no obstante, cierto esfuerzo para apreciar en su integridad tan rica mixtura.”
Alejandro Montiel.
Gracias a la gentileza del autor y los editores reproduzco aquí esta primera epístola, crónica tan amarga como amable de un tiempo cruel al que mal que bien hemos sobrevivido, y  preferida quizá porque transcurre en la ciudad triste en la que crecimos, dentro de la que, como parte esencial de su lúgubre paisanaje, retrata con precisión implacable y sin subir la voz a la fauna encargada de nuestro adoctrinamiento, siniestros personajes a los que seguimos viendo en las situaciones atroces en que se recreaban para dar sentido a lo que creían vidas. El tiempo no lo cura todo, pero la distancia, afortunadamente, casi siempre lo hace risible. Y, al final, todo es ceniza.

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A S.M.
«...Palacio, buen amigo, 
¿tienen ya ruiseñores las riberas?» 
ANTONIO MACHADO 

Querido Sabiniano: 

Ya los tupidos plátanos dan sombra a las aceras 
de esta ciudad de plátanos, de aceras y de sombras: 
Barcelona os aguarda con ramas verdecidas. 

Mientras tanto entrevero un diálogo ilusorio 
con el silencio tuyo. Voy juntando palabras 
y rememoro en calma los días de Instituto 
para hablar de nosotros, de las farolas rotas, 
de las aulas ruidosas, de los castaños grandes, 
del olor a los libros en pupitres gastados, 
de las bicis, del mus, del Latín y don Luis, 
de esqueletos en clase de Ciencias Naturales 
y balones naranja resonando en el patio. 

Me propongo erigir un edificio espurio, 
edificio de nombres con cimientos de aire, 
nombres, más nombres, nombres, que me hostigan y mecen 
embaucadores, suaves, impropios y terribles. 

Porque las voces pueblan este foro sin nadie. 
Partida de ajedrez trabada en la distancia, 
mueven blancas y ganan imágenes perdidas: 
los domingos de hastío con regaliz y pipas, 
las mañanas heladas en hileras marciales 
y esas chicas azules con las faldas plisadas 
esgrimiendo sus risas contra un rubor callado. 

Años después, los días me enajenan y llaman 
con cantos de sirena triviales como horarios 
fijados de antemano para citas inútiles 
donde se imposta siempre un celo prescindible. 
Cada día, otro día se suma sin sentido 
al lento calendario de actividades cívicas. 
Años después, aquí, infalibles palomas, 
eventuales gaviotas, pajarillos menudos 
visitan al acaso mi marquesina verde 
o en esa partitura del pobre tendedero 
van dibujando notas de una canción secreta. 

Años después están, entibiado el frescor 
de las aguas del Ebro, los perfiles difusos 
de los billares broncos y el baile primerizo, 
destruida la casa donde nací en Logroño. 

Pero el recuerdo queda, tozudo y falseado, 
comprometiendo un cuerpo artificial y único 
que protesta incesante su destino de esquirlas. 
Me tropiezo a menudo con jefes y fantoches: 
son granujas monótonos, ubicuos y espectrales, 
se emborrachan de órdenes y trasiegan consignas 
inmoderadamente. Son como aquél, ¿te acuerdas?,
aquel jefe de estudios concienzudo y violento, 
siempre la boca llena de tanta disciplina 
que acabó cultivando un ruin huerto de úlceras. 
Ostentan cargos públicos de mucho ringorrango 
o puestos responsables en empresas solventes; 
conciertan en los bares mezquinos privilegios, 
nerviosos y furtivos como niños idiotas. 

También hallo afiliados, prudentes y cordiales, 
al vasto sindicato de los «soy un mandado». 
Bajo patricia arenga, cumpliendo escrupulosos 
sus contratos legítimos, son comunes, pacíficos, 
feligreses del miedo en un ritual sonámbulo, 
absortos en exámenes de junio y de septiembre, 
repitiendo en febrero y en cursos sucesivos 
la vieja asignatura sempiterna y absurda. 
Son pueblo, insolidario hasta consigo mismo, 
artífices de un mundo formidable, imponente, 
como cárcel Modelo con internos de fiesta. 

Así voy dando tumbos, entre sandios y crueles, 
descansando, si puedo, en un chiste ingenioso, 
medio loco, consciente de que todas las tardes 
hay un recuerdo tuyo que fecunda un poema 
tan trivial como este, una carta tan sólo. 

Barcelona, 17 de julio de 1992
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Alejandro Montiel lee la primera de las Trece 
epístolas rudas editadas en Logroño por 
Mangolele & Sancha. 01.2024.

Perdida la pista del viejo amigo durante décadas, tras recuperar el contacto a través de estas epístolas cuenta Alfonso Martínez Galilea que, personalmente, siente "estos poemas muy cercanos a la poesía de algunos amigos de nuestro particular “parnasillo provincial”, lo que resulta bastante asombroso si se considera que la relación entre dichos poetas y el autor de Trece epístolas rudas ha sido sencillamente ninguna.”
El también coetáneo José Ignacio Foronda comenta que es “singular ejercicio la lectura de cartas que han sido escritas para otros. Singular y, en el caso de Trece epístolas rudas, grato. Uno no encuentra rudeza alguna en estas epístolas, al revés: agradece el tono de cada poema, esa voz cercana, templada por la edad y las lecturas, que monologa en perfectos alejandrinos con amigos distantes. Y siente el pulso de un autor, Alejandro Montiel, que se divierte escribiendo sobre el humo, la vida.”

En fin: (...)"Sin miedo ni esperanza, él sigue su camino:
este largo camino de la melancolía"(...), contándose a sí mismo en las cartas a otros y llamando a las cosas por lo que cree su nombre. 
Suerte con la tarea, y escribe más si quieres. 

2 comentarios:

  1. A ese primero A, en el curso 69-70, yo les daba clase de dibujo. A veces les contaba una historia y ellos hacían un dibujo sobre ella. Yo me lo pasaba muy bien, y creo que ellos también.

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