De la mano de la compañía Ultramarinos de Lucas hemos disfrutado en el festival de teatro de
Logroño de la enésima versión de Romeo&Juliet,
la “excelente y lamentable” tragedia construida y escrita por Shakespeare hace cuatro siglos a partir
de la acumulación de situaciones y viejas historias enraizadas en el acervo
cultural paneuropeo. La adaptación, esencialmente, ha consistido en desmontar
tan precioso juguete dramático y poner todas sus piezas sobre la espalda y la capacidad
comunicadora de Jorge Padín, un
actor excelente que, como competente bululú, interpreta todos los personajes de
la obra y les añade el del omnisciente narrador que describe ambientes, precisa
acotaciones y, cómplice, señala y previene al respetable público de la que se
avecina en la vertiginosa deriva desde la enredada comedia hasta tan tremebundo
desenlace. Por si fuera poco, afronta el arranque de la función como locuaz
pedagogo camuflado que describe el mundo teatral de la época y los valores del
ritmo y la rima, de la música y la poesía, latidos cordiales que siempre vivifican
la mejor literatura, especialmente si ha sido concebida para ser representada.
La adaptación colectiva, de carácter “sumarísimo”, ha sido
dirigida por Juan Berzal y conserva
los mejores valores del texto original, su profunda humanidad, la construcción
de los personajes, llenos de verdad y pasión, conservando sus voces
individualizadas perfectamente reconocibles a pesar de la arriesgada
estilización a que han sido sometidos. Se ha buscado la atención del auditorio
con un lenguaje directo, coloquial, lleno de guiños y complicidad, un logro
especialmente meritorio si se parte de la arriesgada escasez material del
teatro pobre, con una utilería elemental de la que se ha obtenido un
rendimiento extraordinario, construyendo una especie de eficaz sinécdoque en la
que los personajes se hacen presentes por fragmentos de su vestuario o por los
objetos que los caracterizan.
Aunque el espectáculo podría funcionar perfectamente
desprovisto de iluminación o de espacio sonoro, ambos trabajos son excelentes y
subrayan eficazmente los valores de la interpretación de Padín, el humor y el
dramatismo, la ternura y la pasión, y la limitadísima escenografía (una mesa
que puede ser consecutivamente escenario principal, salón de baile, lecho
nupcial o catafalco, y una doble celosía que funciona como ámbito privado en el
que las dos familias cultivan las viejas heridas que han heredado generación
tras generación) ponen de manifiesto la sabiduría de una compañía justamente reconocida
por sus singulares méritos en el teatro de objetos y marionetas.
En la adaptación se ha reservado amplio espacio para las
escenas no escritas, construyendo largos silencios que sirven para, a través del
trabajo gestual de Padín, apreciar adecuadamente el aliento vital que hay en las
transiciones del amor al odio, de la alegría a la muerte, y para que las manos y
los objetos hablen elocuentemente.
En mi opinión, se produce cierto desequilibrio en el
desenlace del espectáculo a partir de la aparición en escena de fray Lorenzo: hay
un brusco cambio de ritmo, el tempo se ralentiza en exceso y el narrador
soporta una presencia tan abundante como innecesaria, puesto que el público
sabe perfectamente lo que allí está pasando: lo está viendo, lo ha visto otras
veces y esa parte de la tragedia forma parte, muy probablemente, de su propio
imaginario teatral. Aunque seguramente esta es una opinión de viejo, y la
intención de la excelente versión de Ultramarinos de Lucas esté guiada por el
afán de informar y formar a su público potencial prioritario, esencialmente
juvenil, que quizá se enfrente a esta historia (y al teatro en general) por
primera vez. Si es así los jóvenes espectadores han tenido suerte, porque esta
función es de las que crean afición, de las que demuestran que hay formas de
disfrute y conocimiento que solo las proporciona el teatro.
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Todas las fotografías, de Marian Useros, proceden de la web de Ultramarinos de Lucas. |