La baronesa se detuvo.
—Escuchen.
Algo estaba irrumpiendo. Vagamente amenazador, tumultuoso.
—Es el murmullo —dijo la baronesa.
El sol era un disco incandescente en huida. El cielo imitaba a un cuadro de Turner.
—Van a ver algo extraordinario, queridas —anunció la aristócrata, orgullosa como si ella misma lo hubiera propiciado—. El baile en el cielo del que les habló el señor Harting, ¿recuerdan?
La baronesa levantó un dedo, señaló un punto distante del firmamento.
—Miren, por allí.
Las dos americanas observaron entonces algo inexplicable, por extraño, por nunca visto. En el cielo se movía una voluta oscura. Una inmensa sombra en movimiento. El murmullo que hace un momento parecía aún lejano era ahora atronador. Procedía de una turba veloz de pájaros danzantes. Lo más curioso era que se movían todos juntos, como si atendieran a una única voluntad. Giraban a una, se disgregaban, se disolvían y se volvían a agrupar de nuevo, transformados en una mancha negra y densa que se contorsionaba.
Las dos foráneas se estremecieron de frío, o de emoción.
—Los estorninos —anunció la baronesa.
Durante el rato que duró aquel espectáculo sobre el cielo en llamas, Catherine y Martha experimentaron la extraña emoción de la belleza. La misma que en aquel mismo lugar llevó al poeta Samuel Coleridge a escribir que el estornino «brilla o tiembla, tenue, sombrío, espeso, profundo, oscuro». Así somos los seres humanos: nos sobrecogemos ante lo hermoso y un segundo después hacemos lo imposible por retenerlo o lloramos amargamente su pérdida.
Por la noche, cuando Martha escribió en su diario sobre los estorninos de St. James Park, reparó en algo importante: hay cosas que no pueden escribirse. El lenguaje es útil para los asuntos prácticos, pero no alcanza para hablar de las emociones profundas. Comprendió también que la abundancia de adjetivos de los versos de Coleridge eran el torpe intento del poeta de capturar aquel instante que se había ido para siempre. Y que no lo había logrado, a pesar de todo, del mismo modo que ella tampoco lo conseguiría. En su cuaderno, Martha escribió: «Ni que viva mil años olvidaré el espectáculo que he presenciado esta tarde». Y también: «Ojalá los estorninos pudieran bailar algún día sobre las aguas de la bahía de Nueva York». (...)"
Care Santos. El loco de los pájaros. Ed. Destino. 2023.
No hay comentarios:
Publicar un comentario