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Richard Serra. Fotos de Te Tuhirangi Contour (1999-2001), en la Gibbs Farm. Kaipara (Nueva Zelanda) |
Seguro que cuando has ido al Guggenheim de Bilbao has
sufrido por el abigarrado constreñimiento al que están sometidas las grandiosas
esculturas de Richard Serra -Serpiente y La materia del tiempo-, encorsetadas
en la vaina de la sala del cuchillo para halago del patrocinador, del arquitecto, de la franquicia y de la corporación, pero sin atender a sus elementales necesidades de espacio.
Habrás pensado una y otra vez, en cada visita, que estarían mucho mejor en alguna hermosa
campa vizcaína, sobre la hierba y recortándose frente al cambiante cielo, con todo el
aire alrededor para que se pudieran experimentar sin interferencias y en condiciones climatológicas variables y con luz constantemente
renovada las sensaciones de movimiento, color, textura, opresión y libertad que transmite tan singular
obra si se disfruta tal y como fue concebida por el artista.
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Probablemente también lo pensaría Alan Gibbs, que se empeñó en llevar a su granja en Kaipara (Nueva Zelanda) a Richard Serra y avaló (con sus más y sus menos, naturalmente) su obra Te Tuhirangi Contour, una intervención en -y para- el paisaje a través de una pieza de once toneladas en acero corten, de 252 metros de largo por seis de alto y 50 milímetros de grosor.
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Una labor titánica, admirable, digna de ejemplo en cualquier
tiempo, pero especialmente en esta época oscura, ramplona y cruel.
Muros que no separan a la gente.
Divisiones que no preservan privilegios.
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