El marjal (D.R.A.E. Del b. lat. *marecadicus; cf. fr. marécage.1. m. Terreno bajo y pantanoso) es una zona húmeda, generalmente cercana al mar, con gran riqueza de fauna y flora, que a menudo se convierte en estación de paso para las aves en su migración entre el norte de Europa y África. Es un término familiar en el Levante español, sobre todo en el área valenciana.
Suelen estar cubiertos de vegetación prácticamente en su totalidad y su origen puede deberse a aportes fluviales, subterráneos o a las mareas.
Por su entorno plano y su proximidad al mar, a menudo han despertado la codicia voraz que adorna a los humanos, y han sufrido una intensa presión urbanística que ha puesto en riesgo su frágil supervivencia.
¿Cómo suena un marjal?
El excelente escritor Rafael Chirbes nos describe con precisión ese microclima en su novela En la orilla, recensión tan apasionada como exhaustiva de los daños (no exclusivamente materiales o medioambientales) que va dejando la corrupción urbanística en una pequeña comunidad, daños no circunscritos al periodo de la burbuja inmobiliaria sino de raíces más antiguas y profundas.
Aunque en el conjunto de tan magna novela pueda pasar como un ligero respiro mientras se levanta durante un momento el pie del acelerador, su precisión y riqueza merece ser difundida y escuchada con interés.
Dice así en su página 330:
(…) Avanzo por el camino: sólo se oye el susurro de las hojas de las cañas cuando las aparto, el suave chasquido cuando me golpean en los hombros, o chocan, en el movimiento de vuelta a su posición inicial, en la mochila que llevo colgada a la espalda, el monótono chupeteo de las katiuskas de goma a cada paso al despegarse la suela del elástico barro. El graznido de un cuervo, el aleteo de las gallinetas: casi me salen entre los pies, yo las asusto a ellas y ellas me sobresaltan cuando escucho el golpe de las alas, el zumbido del aire que cortan. El perro corre hipnotizado tras el aleteo, se detiene al borde del agua y vuelve la cabeza hacia dos patos que emprenden el vuelo. Ladra. Son ruidos que fracturan el cristal del aire; el chapoteo provocado por un animal que salta al agua: un sapo, una rana, una rata, el ladrido del perro amplificado por la cúpula de cristal del cielo. Camino y siento que me sumerjo en un mundo aparte habitado por otros seres y regido por otras leyes. Como mi padre, también yo siento un repentino deseo de quedarme para siempre aquí. También yo soy un ser demediado cuando salgo al exterior de este laberinto. El perro se vuelve, corre nervioso, me adelanta, y a continuación trota hacia mí moviendo el rabo, se pega a mi pierna y, de un salto, me pone las patas delanteras sobre el vientre. Lo acaricio, le froto la cabeza, el lomo, y me invade la emoción. Nuestra culpa se lleva por delante tu inocencia, perrito. Se ha parado la brisa y el silencio puede llegar a resultarme doloroso, advertencia del gran silencio que se avecina, el que lo ocupará todo. Algunos días de invierno los vientos del norte meten en los marjales el zumbido procedente de la nacional 332, o el -más intenso- de la autopista, el incesante paso de automóviles y camiones cuyo sonido se amplifica en la bóveda invernal y que, en cambio, las calimas del verano parecen tragarse como un papel secante o una esponja se tragan los líquidos. Hoy no, hoy no hay viento y no se mete ningún ruido, el lugar está en suspenso, sin aliento. La grata cuchilla del frío detenida. Avanzas sintiendo que te dejas penetrar por su filo inmóvil. (...)