Cristobal Hara. Valencina de la Concepción. 1993. (Portada del programa de los Entremeses de Cervantes) |
Algunas veces (no demasiadas, lamentablemente) la maravilla se hace presencia y palabra sobre un escenario. En mi ciudad pasó tal prodigio recientemente con el retablillo de algunos entremeses de Cervantes (La cueva de Salamanca, El viejo celoso y El retablo de las maravillas) puestos en pie por el Teatro de La Abadía.
Como por arte de magia nos transportaron a finales del siglo XVI y a la meseta castellana, donde “todos los aparatos de un autor de comedias se encerraban en un costal, y se cifraban en cuatro pellicos blancos guarnecidos de guadamecí dorado, y en cuatro barbas y cabelleras y cuatro cayados, poco más o menos. (…) No había en aquel tiempo tramoyas, ni desafíos de moros y cristianos, a pie ni a caballo; no había figura que saliese o pareciese salir del centro de la tierra por lo hueco del teatro, al cual componían cuatro bancos en cuadro y cuatro o seis tablas encima, con que se levantaba del suelo cuatro palmos; ni menos bajaban del cielo nubes con ángeles o con almas. El adorno del teatro era una manta vieja, tirada con dos cordeles de una parte a otra, que hacía lo que llaman vestuario, detrás de la cual estaban los músicos, cantando sin guitarra algún romance antiguo.”
Así de preciso y con tanto detalle cuenta Don Miguel cómo le cogió el gusto a las comedias y la forma en que aprendió a hacerlas viendo las representaciones de Lope de Rueda, y así las dirige y pone en pie José Luis Gómez.
Poco más hace falta que las palabras justas (con su sonido precioso, su sentido y su significado), el ingenio desbordante del autor (constructor de juguetes dramáticos perfectos) y la intención de divertir y señalar (sin dejar títere con cabeza, sea el muñeco gobernador, cornudo, alcalde, criado, clérigo, regidor, escribano o rústico, mujer u hombre: materia subversiva tan abundante como para varias querellas, porque no hay nada nuevo bajo el sol).
Ros Ribas. Entremeses de Miguel de Cervantes. Teatro de La Abadía. |
Eso y un buen puñado de excelentes cómicos con oído suficiente como para cantar y bailar de manera acompasada. Y una luz intensa y cambiante, como castellana, que deslumbra y lo baña todo repartiendo hermosura elemental. Y un gran árbol como un tótem, en el centro de una era convertida en espacio de jolgorio comunitario. Y un tratamiento de la omnipresente música digno de admiración, recurriendo a lo popular cotidiano, a las formas más tradicionales que todavía perviven en nuestro acervo cultural, a través de la rima de refranes, decires y canciones, a los ritmos creados con objetos domésticos, pitos y reclamos, y a un despliegue portentoso de máquinas de ruido teatral utilizadas a la vista y con tal virtuosismo que cubren las necesidades de cualquier incidencia o suceso que acontezca. Pocas veces se ha conseguido un "espacio sonoro" tan espectacular y justificado.
Ros Ribas. Entremeses de Miguel de Cervantes. Teatro de La Abadía. |
Y todo dando la apariencia de sencillez, sin que se aprecie el arduo trabajo de depuración, de reducción de la fuente a lo esencial tras despojarla de adherencias indeseadas. Un trabajo de grandes individualidades que se disuelven en un homenaje colectivo a Miguel de Cervantes, y que nos llena de orgullo y agradecimiento a quienes, tanto tiempo después, seguimos disfrutando de este inagotable idioma.
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