Todas las fotografías de este comentario son obra de Raquel Benito y forman parte de su exposición "Felicidad" |
La fotógrafa Raquel Benito Olarte ha vuelto a la casa de sus
abuelos como tantas veces hiciera a lo largo de los años con motivo de celebraciones familiares,
fiestas del pueblo, vacaciones escolares, interminables veranos,… Pero esta vez
ha acudido con una intención distinta: la que se apodera inmediatamente de quien
va provisto de una cámara, y lo que refleja en el extraordinario reportaje que recoge la exposición "Felicidad" es
el resultado de la compleja mezcla que bulle en su actitud de fotógrafa en la
que conviven las cualidades del forense y el notario, del cazador de sorpresas y
de quien indaga, curioso, en los secretos de la familia.
El primer paso es entrar en el lugar de los hechos, en esa congelada “cápsula de tiempo” involuntaria, y levantar acta de los vestigios materiales del pasado reciente en una casa de pueblo semejante a tantas otras, con su ajuar doméstico reducido y modesto. Lo que encuentra Raquel es la humilde huella del paso por la tierra de parte de su familia, en una época en que, a pesar de la cercanía temporal, el modo de vida era muy diferente al nuestro, con otro ritmo, otras aspiraciones y otros temores.
Fotografía Raquel Benito los restos del naufragio vital de
los últimos moradores, imágenes cargadas del misterio de lo distinto, de lo
relacionado con otras actividades, con otra forma de ganarse la vida. El
documento etnográfico se completa con el retrato de los pormenores de ese
ambiente congelado en el tiempo. Llama la atención la omnipresencia de las imágenes
religiosas y la estrecha competencia del papel pintado con la pintura aplicada
con rodillo y a brocha, y el material moderno de las colchas que han sobrevivido a la marcha.
Y luego, sobre el soporte documental, se aprecia en la
mirada personal de Raquel Benito algo de intransferible, cargado de melancolía,
de cariño por lo perdido que solo pervive en el recuerdo. Una indagación en la
propia memoria infantil, un reino de sombras cubierto por el velo del tiempo y
la añoranza. Se trata sin duda de un delicado valor intangible en cuanto
emoción personal de la fotógrafa, pero el mérito de Raquel es que logra hacerlo
apreciable para la mirada atenta de los ajenos.
La exposición es una memoria de lo común sentido como extraordinario
por quien lo ha vivido y lo recuerda: un recuerdo que percibimos lleno de sonido
(con la espléndida metáfora de la vacía jaula del pájaro, otra casa deshabitada), el
silencio denso quebrado por los crujidos de la vieja tarima, los extraños
ruidos de los somieres, las escaleras de madera, la cálida proximidad de los
animales cautivos; un recuerdo que sentimos en la luz de esa atmósfera mágica
que envuelve lo poco que ya queda de un tiempo perdido para siempre, porque los
lugares abandonados enseguida son ocupados por el misterio.
Y ligado a esa
añoranza, a esa memoria que hace revivir por un momento a las personas que
tanto nos quisieron, brilla la presencia anecdótica del humilde objeto que nos
desea Felicidad, un adorno navideño de poliexpán y espumillón que quizá fuera la
última aportación de la modernidad a tan vetusto lugar, y que ha servido a Raquel
como fértil motor de recuerdo y cariño, como eficaz Rosebud, como magdalena proustiana y ancla segura a partir de la que evocar y recuperar la infancia perdida.
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