jueves, 18 de enero de 2018

Miguel Poveda, flamenco

Miguel Poveda.
Dentro de la asombrosa política de contraprogramación que viene haciendo Riojaforum respecto a los ciclos tradicionales del Teatro Bretón, volvió a Logroño, tres años después de su memorable último concierto, Miguel Poveda, que en todo este tiempo no ha dejado de crecer como artista, rodeándose de las mejores compañías y afrontando proyectos arriesgados y novedosos, de esos que enriquecen el patrimonio común de la música española.
Anglada Camarasa. Chula de ojos verdes.
Frente a aquel recital perfecto, final de una larguísima gira de éxito y fama con un equipo artístico y técnico plenamente ajustado, el concierto del domingo resulto chocante y llamó la atención por su desajustada puesta en escena, quebrada, sin ritmo, llena de largos parlamentos con más de justificatorio que de confidencia informativa, con unas luces desajustadas casi siempre fuera de tiempo y un sonido que apostaba decididamente por la potencia del “muro” frente a los delicados matices de las claras voces de la guitarra y los teclados. Sorprendió la infrautilización de algunos de los pesos pesados del excelente grupo (especialmente del maestro Joan Albert Amargós) y que no hubiera en la planificación del espectáculo un hilo conductor que hilvanara mínimamente su desarrollo, lo que dejó descolgada su tercera parte dedicada a la copla, que hubo de retomarse atropelladamente después de que el público hubiera empezado a abandonar la sala.
Pero todos esos aspectos resultan secundarios (y con el tiempo serán meras anécdotas) cuando disfrutamos del recital de un artista como Miguel Poveda, tan generoso y entregado como siempre, pletórico de facultades vocales, derrochando su buen gusto proverbial y una capacidad enciclopédica para afrontar lo más exigente del repertorio, que nutre a manos llenas de emoción, expresividad, gracia y duende.
Federico García Lorca. Autógrafo con luna reflejada
El concierto tuvo tres partes bien diferenciadas, aunque de variada amplitud y pretensión. Como es habitual, la primera la dedicó a la poesía, y en esta ocasión íntegramente a Federico García Lorca, centro de uno de sus nuevos proyectos discográficos. Cantó la Gacela de la muerte oscura, El poeta pide a su amor que le escriba, un fragmento de la Oda a Walt Whitman y El Silencio, con la dolorida rabia con la que siempre afronta la obra de Federico, con la misma emoción desgarrada, además de un hermoso fundido de varios fragmentos de las “canciones populares” Los cuatro muleros, Los pelegrinitos y Anda, jaleo, (fundido en el que quizá se sacrifican los valores literarios y los desarrollos melódicos de las canciones en aras del estilizado resultado final).
Miguel Poveda acompanado por Jesús Guerrero.
La segunda parte (sin duda concebida como principal en cuanto a tiempo,  y seguramente la más rodada como conjunto artístico) estuvo dedicada al flamenco. El puente lo estableció una pasmosa bulería interpretada por el joven guitarrista Jesús Guerrero, que se echó el grupo a la espalda y construyó un portento de riqueza rítmica y armónica, de imaginación y fuerza. Es un acierto de maestro haber dejado en manos de un guitarrista (un único guitarrista, pero excepcional) la construcción del armazón y la responsabilidad de esta parte del espectáculo. Empezó Poveda con la malagueña del Mellizo, ligada a unos abandolaos con letra de Manuel Gerena; después, un rico surtido de refrescantes cantes de Cádiz. Continuó acordándose de la habitación de sus padres con un precioso tributo a Lole y Manuel, tan ligados a la educación sentimental de una época y a la formación del gusto musical de una generación, para llegar a uno de los momentos culminantes de la noche cantando con Miguel Ángel Soto Peña, El Londro, una larga serie de cantes por soleá, soleás apolás y bamberas, emocionantes y emocionadas, mecidas por la guitarra de Guerrero y “bailadas” desde la silla por Poveda, hondamente conmovido: “dichoso el momento de darte mi mano, mi compañero.” Para cortar el clímax, un arranque de zambra muy caracolera seguida por un largo surtido de tientos-tangos, gustándose en el recuerdo virtuoso de la Niña de los Peines, y una brillante serie de muy variadas bulerías, en las que el maestro reconoció los grandes méritos de su percusionista Paquito González y del magnífico compás de Carlos Grilo y Dani Bonilla. Reaparecieron entonces Amargós y el baterista Antonio Coronel para poner el primer broche del concierto con La leyenda del tiempo de Camarón de la Isla, cerrando así, de paso, el virtuoso círculo lorquiano.
Francis Picabia. Gitana.
Tras un largo desconcierto, y con el público marchando contento a pesar de que allí no se había oído nada de lo que hasta allí les había traído, reaparecieron Poveda y Amargós para rendir un pequeño homenaje a la copla, consistente en un fragmento de A ciegas, Mi amigo y el tercero de Mis tres puñales. Supo a muy poco, pero ante la posibilidad de haberse ido de vacío se recibieron como gloria bendita.
Francis Picabia. Proyecto de traje para el ballet Relâche. 1924.
En definitiva, Miguel Poveda demostró que es un grande en plena forma, con unas cualidades tan desbordantes y unas inquietudes tan diversas que se le quedan cortas dos horas y cuarto de concierto. Seguro que acaba encontrando el formato adecuado para cada cosa y tomándose el merecido sosiego para todo. Se lo merece tanto como el que más.
Miguel Poveda en Logroño. 14.01.2018. Foto: Frank Moved.

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