No ha tenido demasiada fortuna crítica la adaptación al cine de la novela On the road, de Jack Kerouac, y la verdad es que, si tenemos en cuenta las dificultades de todo tipo que enfrentaba el proyecto (lo habitual en todo lo que toca Francis Ford Coppola), el resultado está bastante bien y no habría por qué ponerse demasiado estupendo echando mano de "espíritus" y "fidelidades".
Cartel de la película de Walter Salles. 2012. |
Todo el mundo tiene su visión personal de una novela tan influyente, ligada en muchos casos a las primeras lecturas "críticas" de la adolescencia de cada cual, a las verdaderamente formativas del carácter y del gusto, y a veces determinantes de la conducta adulta o de una actitud general ante la vida.
No teniendo un valor literario extraordinario (seamos serios: Kerouac no llegó a ser el Proust acelerado que quiso ser), On the road tiene (y sobre todo tuvo) valor "ejemplar", modélico, para bastantes generaciones de varones occidentales (no solo norteamericanos). Lo que pasaba y cómo pasaba, aunque a menudo fuera repulsivo o directamente estúpido, tenía un poder de fascinación asombroso.
Neal Cassady ("un demente, un ángel, un pordiosero") y Jack Kerouac. |
La historia, ya se sabe, cuenta asuntos de sexo y drogas que les pasan a tipos jóvenes que llevan errantes vidas perras. Si te fijas bien no es, ni siquiera en los años cincuenta, nada nuevo en la literatura occidental, y lo único que cambiaba era la forma de contarlo y la banda sonora del relato, la permanente mención al tórrido be-bop. Pero, si te fijas mejor, "eso" es el mismo contenido de un montón de blues (incluida la afición "menorera"), con la ventaja de que en los blues la historia se cuenta en tres minutos: ritmo y precisión.
Kerouac tenía una prosa muy musical, con un ritmo extraordinario, y recurría permanentemente a eficaces efectos sonoros, a múltiples onomatopeyas y aliteraciones, a extrañas concordancias internas que hacían muy atractivas sus largas melopeas de prosas o versos. Sirva como ejemplo este fragmento de una lectura pública suya. Una forma de escribir "poética", aunque lo contado no pudiera ser más prosaico.
Jack Kerouac escuchándose en la radio. 1959. Foto de John Cohen. |
Lo que añade Kerouac a esa parte por entonces despreciada de la cultura de su país (al fin y al cabo, música sicalíptica de esclavos negros y canciones de agitación revolucionaria) es cierta introspección, cierta dimensión reflexiva, una especie de iluminación mística, un "satori" que le llevaría a la búsqueda externa permanentemente acelerada.
Considero un acierto de director y guionista que la película ponga en evidencia la obsesión de Kerouac por documentar pormenorizadamente las correrías propias y ajenas, por nimias que fueran: esa disciplina engorrosa dio el apetecido fruto, supuestamente espontáneo, cuando se puso a escribir en piloto automático la torrencial narración de lo vivido.
Carlie Parker. Ko-Ko.
El montaje goza por momentos de la agilidad del be-bop, pero demasiado a menudo se aprecian las costuras del patch-work final. Demasiada carretera, demasiada situación, demasiada baladronada. Y demasiado calzador: por meter a toda la nómina de futuros antihéroes de la contracultura se hacen excesivas piruetas que poco aportan a la película.
Temprana ficha policial de Neal Cassady, encantador de serpientes. |
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