martes, 3 de septiembre de 2013

Ondas de armonía

El comando miracomosuena ha dedicado buena parte del largo verano a disfrutar de la lectura de La montaña mágica (1923), de Thomas Mann, y en ella ha encontrado, entre otras muchas cosas, lo que buscaba: el capítulo titulado Ondas de armonía, un brillante texto sobre la percepción y la reproducción mecánica de la música.
Polyhimnia, una de las nueve Musas, protectora de la música y la danza.
Aunque vaya contra las normas que rigen internet, tanto en lo referente a extensión como a densidad, consideramos una obligación moral y estética (valga la redundancia) ofrecer este notabilísimo documento sobre el fonógrafo y el disco microsurco, y la revolución que supusieron en el disfrute y consumo musical mayoritario. Haced un esfuerzo, porque merece la pena. 
Por ponernos en situación: estamos en el sanatorio antituberculoso de Berghof, donde Hans Castorp, nuestro héroe, convalece de una larga (y tal vez ficticia) enfermedad. 

“¿Qué adquisición e innovación en el Berghof iba a liberar a nuestro viejo amigo de la manía de las cartas para arrojarle en brazos de otra pasión más noble aunque, en suma, no menos extraña?
Estamos a punto de informar de ello al lector impaciente.
Se trataba de un complemento de los juegos de sociedad, imaginado y decidido por el comité de la casa y adquirido a costa de grandes gastos, y con un cuidado que podemos calificar de generoso, por la dirección de esta institución tan recomendable.
¿Se trataba de un juguete ingenioso como la caja estereoscópica, el calidoscopio en forma de anteojo o el tambor cinematográfico? Sí y no. Pues, en primer lugar, no era un aparato de óptica, sino un aparato acústico, que fue encontrado, una noche, en el salón de música. No podían compararse con él ni por el género ni por el rango ni por su valor los demás artilugios de distracción. No era un pueril y monótono aparato de prestidigitación, del cual se cansarían pronto y al cual no se le haría caso más que dos o tres semanas. Era un cuerno de la abundancia que dispensaba placeres artísticos alegres o melancólicos. Era un instrumento de música. Era un fonógrafo.


Nuestro primer temor es que esta palabra sea tomada en un sentido indigno y desacreditado y que evoque una idea que corresponde a una forma pasada a la historia y no a la imagen de nuestro objeto verdadero, lleno de perfección a causa de los esfuerzos incansables de la técnica consagrada a las musas. ¡Amigos míos! Ciertamente no se trataba de esa miserable caja a manivela que, en otros tiempos, coronada por el disco y la aguja, prolongada por una deforme trompeta, llenaba los oídos con sus balidos nasales. El cofrecillo, en negro mate, un poco más profundo que ancho, unido por un cable de seda a la corriente eléctrica, reposaba, con su sobria distinción, sobre un pequeño mueble con estantes y no tenía nada de común con aquella máquina grosera y antediluviana. Se abría la tapa que un pequeño tirante de metal mantenía en posición oblicua y protectora, y se veía entonces un disco cubierto de paño verde y bordeado de níquel. Se veía, además, a la derecha y en la parte delantera, un dispositivo cifrado a la manera de un reloj que permitía regular la velocidad; a la izquierda se encontraba la palanca que se accionaba para poner en marcha o detener el movimiento. Finalmente se veía a la izquierda y en la parte de atrás el codo articulado, de níquel, con su diafragma redondeado y plano provisto de un tornillo destinado a sostener la aguja. Se abrían, además, los batientes de la puerta situada delante del aparato y se veía una especie de persiana formada por pequeñas planchas oblicuas, de madera barnizada. Y nada más.—Es el último modelo —dijo el consejero, que había entrado al mismo tiempo que los pensionistas—. Última adquisición, hijos míos. Primera calidad, no se fabrica mejor.
Pronunció esas frases con una ridiculez extrema, a la manera de un mercader inculto que quiere vender su mercancía.
—No es un aparato ni una máquina —continuó diciendo mientras sacaba de una cajita de metal una pequeña aguja y la fijaba—. Es un instrumento, es un Stradivarius, un Guarneri, posee cualidades de resonancia y vibración de un gran refinamiento. La marca es «Pohlyhimnia», como pueden ver en la inscripción que se halla en el interior de la tapa. Fabricado en Alemania, ¿no es cierto? Nosotros somos los que lo hacemos mejor en este género. La verdadera música en una formación moderna y mecánica. El alma alemana up to date. Y aquí está la discoteca —añadió designando un pequeño armario lleno de gruesos álbumes—. Les hago entrega de estos hechizos para que se distraigan, pero lo recomiendo a la protección del público. ¿Quieren que a título de ensayo demos una audición?
Los enfermos se mostraron muy satisfechos y Behrens tomó uno de aquellos libros mágicos mudos, pero llenos de sustancia, volvió las pesadas páginas, sacó un disco de una de las camisas de cartón con un agujero redondo en el centro para que se viesen los títulos en color, y lo ajustó en el aparato. Con un gesto dio la corriente, esperó dos segundos hasta que el aparato adquirió una velocidad normal y aplicó con cuidado la pequeña punta de la aguja de acero en el borde del disco. Se oyó una ligera crepitación. Cerró la tapa y al mismo instante, por la puerta abierta del instrumento, entre la celosía y de todos los lados del cofrecillo, estalló una locura instrumental, una melodía alegre, ardiente y apresurada, los primeros compases saltarines de una obertura de Offenbach.
Todos escuchaban sonriendo, con la boca abierta. No podían dar crédito a sus oídos, tan puras y naturales eran las notas que daba la madera. Un violín, un solo violín preludió de un modo admirable. Se distinguía el golpe del arco, el trémolo de las cuerdas, el suave paso de un registro a otro. La melodía era un vals... ¡Ay, la he perdido! La armonía de la orquesta apoyaba discretamente la melodía acariciadora, y era una delicia oír cómo luego toda la orquesta repetía el motivo. Naturalmente, no era como si una verdadera orquesta hubiese tocado en la habitación. La perspectiva del sonido se hallaba acortada, a pesar de que su masa no se alterase. Se hubiese dicho —si es posible comparar un fenómeno del oído con un fenómeno de la vista— que se trataba de un cuadro contemplado a través de unos gemelos puestos al revés, de manera que parecía alejado y empequeñecido, sin perder nada de la claridad de su dibujo, de la luminosidad de los colores. El fragmento de música, vivo y resplandeciente de talento, fue reproducido con toda brillantez. El final era una pura turbulencia, un galope que comenzaba con titubeos, un cancán impertinente que evocaba la visión de los sombreros de copa agitados en el aire, rodillas lanzadas hacia adelante, enaguas revueltas, y que no acababan de definir su cómico triunfal. Luego el movimiento se detuvo automáticamente. Todos aplaudieron.
Reclamaron más y les fue concedido. Una voz humana se escapó del cofrecillo, una voz viril, dulce y potente, acompañada por una orquesta. Era un barítono italiano de célebre nombre, y ahora no podía hablarse ya de velo ni alejamiento de ninguna especie. El magnífico órgano resonaba con toda su extensión natural, con toda su fuerza, y si se iba a una de las habitaciones vecinas y se dejaba de ver el aparato, se hubiese podido decir que el artista en persona estaba presente en el salón, con su papel de música en la mano.
Cantaba en su lengua un aria de ópera: «Eh, il barbiere. Di qualità, di qualità! Figaro qua, Figaro là, Figaro, Figaro, Figaro!» El auditorio se echó a reír al escuchar el parlando en falsete, por el contraste entre aquella voz de ogro y aquella rapidez en mover la lengua. Los más competentes podían seguir y admirar su fraseado y su técnica respiratoria. Maestro de lo irresistible, virtuoso educado en el gusto italiano, comenzaba ya a hilar la nota anterior a la tónica final, dando la ilusión de que se adelantaba hacia las candilejas con la mano en alto. Cuando acabó, todos prorrumpieron en aclamaciones. La cosa era magnífica.
Oyeron todavía algo más. Un cuerno de caza ejecutó, con una limpieza notable, variaciones sobre una canción popular. Una soprano hizo resonar el staccato y los trinos de una melodía de La Traviata, con una frescura y una precisión seductoras. El fantasma de un violinista de renombre mundial tocó, como si se hallase detrás de unos velos, con acompañamiento de piano, una romanza de Rubinstein. Del cofrecillo maravilloso se escapaban sonidos de campana, arpegios, trompas y redobles de tambor. Finalmente, se tocaron discos de baile. Se poseían unas muestras de las modas más recientes, de gusto exótico, de cabaret de puerto: el tango, llamado a convertir el baile vienes en una danza para las abuelas. Dos parejas, que conocían el paso de moda, bailaron sobre la alfombra. Behrens se había retirado después de recomendar que no se sirviesen más que una vez de cada aguja y que tratasen los discos «exactamente como huevos frescos». Hans Castorp tomó a su cargo el aparato.
¿Por qué precisamente fue él? La cosa se había producido de un modo automático. Brevemente y en voz baja había rechazado a los que, después de haberse marchado el consejero, habían querido ocuparse de cambiar las agujas y los discos y conectar o interrumpir la corriente. «¡Dejadme hacer!», había dicho separándoles, y ellos, indiferentes, le habían cedido el sitio, primeramente porque parecía esperar esto desde hacía largo rato, y luego porque se preocupaban muy poco de hacerse útiles, dispensándose cómodamente y sin responsabilidad.
No ocurría lo mismo con Hans Castorp. Cuando el consejero presentó la nueva adquisición, se había mantenido tranquilamente en un rincón de la habitación, sin reír, sin aplaudir, pero siguiendo cada pieza de música con una atención sostenida y atormentándose, según su costumbre, con los dedos, una de sus cejas. Presa de agitación, había cambiado algunas veces de lugar. Fue a la biblioteca para escuchar desde más lejos, con las manos en la espalda, y con expresión absorta había terminado por detenerse cerca de Behrens, con los ojos fijos en el cofrecillo, observando el fácil manejo del fonógrafo. Algo decía en él: «¡Alto, alto! ¡Atención! ¡Qué acontecimiento! ¡Acaba de sucederme algo!» El preciso presentimiento de una pasión, de un encadenamiento y de un amor por venir le animaban. El joven de la llanura, a quien la flecha del amor había herido en pleno corazón a la primera mirada que había lanzado sobre una muchacha, no tuvo distintos sentimientos. Los celos intervinieron enseguida en la actitud de Hans Castorp. ¿Propiedad común? La curiosidad despreocupada no tiene ni el derecho ni la fuerza de poseer. «¡Dejadme hacer!», dijo entre dientes, y todos le obedecieron.
Bailaron todavía un poco al son de ligeras melodías; reclamaron una pieza de canto, un dúo de ópera, la barcarola de los Cuentos de Hoffmann, que maravilló sus oídos, y cuando Hans Castorp cerró la tapa, se marcharon superficialmente excitados, charlando. Esto era precisamente lo que él esperaba. Lo dejaron todo abandonado, las cajas de agujas, los álbumes y los discos esparcidos. ¡Así era su carácter desordenado! Él hizo ver que los seguía; pero abandonándoles secretamente en la escalera, volvió al salón, cerró todas las puertas y permaneció gran parte de la noche profundamente absorto.
Pronto se familiarizó con la nueva adquisición. Examinó, sin que nadie le estorbase, el tesoro de los discos, el contenido de los pesados álbumes. Había doce, de dos tamaños, conteniendo cada uno doce discos, y como muchas de las placas negras grabadas concéntricamente tenían doble cara —no solamente porque se extendían sobre el disco entero, sino también porque algunas llevaban dos obras distintas—, había allí un dominio de bellas posibilidades del cual uno no podía darse cuenta al primer golpe de vista y cuya riqueza resultaba turbadora. Escuchó unos veinticinco discos, sirviéndose de agujas con sordina para no molestar a los demás y para no ser oído por la noche, pero aquello era apenas la octava parte de lo que se le ofrecía. Por el momento se contentó con recorrer los títulos y probar de tiempo en tiempo algunos de aquellos gráficos circulares y mudos, colocándolos en el aparato para hacerlos sonar. A simple vista, esos discos de ebonita no se distinguían unos de otros más que por sus etiquetas coloreadas. Todos estaban cubiertos de círculos concéntricos y, sin embargo, el fino trazo de aquellas líneas contenía toda la música imaginable, las inspiraciones más felices de todas las regiones del alma, con una interpretación de primer orden.
Había allí una gran cantidad de oberturas y de tiempos pertenecientes al universo de la sublime sinfonía, tocados por orquestas famosas cuyos directores eran señalados por sus nombres. Luego una larga serie de arias, cantadas, con acompañamiento de piano, por cantantes de ópera mundialmente conocidos; otros eran sencillos cantadores populares y el resto ocupaban un lugar intermedio. Se trataba de canciones populares artificiales, sin querer disminuir su valor con ese epíteto. Había una, en particular, que Hans Castorp conocía desde su infancia y por la que sentía ahora un amor lleno de lazos misteriosos y de la que ya se hablará.¡El número de óperas era infinito! Un coro internacional de cantantes célebres, acompañados en sordina por una orquesta discreta, presentaba el don divino de sus voces ejercitadas en la ejecución de las arias y de los dúos, en escenas enteras de conjunto que representaban las regiones y las épocas más diversas del género lírico: la esfera de la belleza meridional, a la vez generosa y frívolamente apasionada; el mundo popular alemán, unas veces ingenuo y otras satánico; la gran ópera y la ópera cómica francesa. ¿Era eso todo? ¡Oh, no! Venía después la serie de música de cámara, cuartetos y tríos, solos de violín, violoncelo, flauta y piano, sin hablar de las simples diversiones, cuplés y discos bailables en los que habían sido registradas orquestas de baile y que exigían una aguja más fuerte. Hans Castorp exploraba, clasificaba todos esos discos, manipulando en la soledad el instrumento que le transportaba a una vida sonora. Con la cabeza ardiendo, fue a acostarse a una hora tan avanzada como el día del primer banquete organizado por Peeperkorn, de alegre y fraternal memoria, y desde las dos de la madrugada a las siete de la mañana estuvo soñando con el cofrecillo mágico. En sueños veía el disco móvil que giraba en torno a su eje tan rápidamente que se convertía en invisible y silencioso, con un movimiento que no consistía únicamente en un girar vertiginoso, sino que era, al mismo tiempo, una especie de ondulación lateral muy singular, por lo cual el codo articulado que sostenía la aguja sufría una vibración elástica y como respiratoria, como para ayudar al vibrato y portamento de los violines y de la voz humana. Pero era incomprensible, tanto en el sueño como en la vigilia, que siguiendo una línea fina como un cabello, por encima de una caja de resonancia, se pudiese, por la sencilla vibración de una lámina, reproducir la rica composición de los cuerpos sonoros que llenaban en sueños los oídos del durmiente.
Muy temprano volvió al salón, mucho antes del desayuno, y, con las manos juntas, sentado en una silla, escuchó cómo cantaba en el cofrecillo un magnífico barítono acompañado de arpa: «Si en ese noble círculo yo miro alrededor de mí...» El arpa tenía un sonido perfectamente natural, era un arpa auténtica, no disminuida, que resonaba en la caja al tiempo que la voz humana respiraba y articulaba de una manera en extremo sorprendente. Fue extraordinariamente tierno el dúo de una ópera italiana que Hans Castorp puso luego en el aparato; extraordinariamente enternecedora esa intimidad humilde y ferviente entre el tenor de renombre mundial, que figuraba con tanta frecuencia en los álbumes, y una pequeña voz de soprano suave y transparente como el cristal; nada tan enternecedor como esa melodía «Da mi il braccio, mía piccina...» y la frasecita sencilla y dulce de un aire melancólico, con que ella le contestaba.
Hans Castorp se sobresaltó cuando la puerta se abrió detrás de él. Era el consejero que venía a observar. Con su blusa blanca y el estetoscopio asomando por el bolsillo, permaneció un momento con la mano en el pestillo de la puerta y saludó con un signo de cabeza al alquimista. Éste contestó por encima del hombro, después de lo cual la figura del jefe, con sus mejillas azules y su bigotito, desapareció detrás de la puerta, que inmediatamente se cerró, y Hans Castorp se consagró de nuevo a la amorosa pareja invisible y armoniosa.
Más tarde, durante el día, después del almuerzo, tuvo oyentes, un público que se renovaba, si no se le consideraba a él mismo como formando parte del público. Personalmente procuraba representar su papel de otorgador de placer, y los pensionistas le dejaron hacer, admirando desde el principio, en silencio, que se hubiese constituido en guardián y administrador de aquella institución pública. Eso era agradable a aquellas gentes, pues, a pesar de su entusiasmo superficial cuando el tenor se embriagaba de melodía, cuando la voz se fundía en arpegios y en el acento sublime de la pasión; a pesar de su entusiasmo manifestado en voz alta, lo hacían sin amor y, por consiguiente, muy dispuestos a abandonar la preocupación del manejo a quien se quisiese encargar de él.
Era Hans Castorp quien vigilaba sobre el tesoro de los discos, quien inscribía el contenido de los álbumes en el interior de la tapa, de manera que se podía encontrar inmediatamente la obra pedida, y era él quien manejaba el instrumento.
Pronto se le vio manipular con gestos breves, prácticos y delicados. En efecto, ¿qué habrían hecho los otros? Habrían estropeado los discos sirviéndose de agujas usadas, dejándolos abandonados por las sillas; se habrían entregado a bromas estúpidas con el aparato, haciéndole tocar una pieza noble a la velocidad de 110, o colocando la aguja en el cero para producir un gemido histérico y ahogado. Habrían hecho ya todo eso. Estaban enfermos, pero, además, eran groseros. Por eso, al cabo de algún tiempo, Hans Castorp confiscó sencillamente la llave del armario que contenía los discos y las agujas, de manera que era preciso llamarle cuando se quería tocar el fonógrafo.
Muy tarde, por la noche, después de la reunión, cuando se habían marchado todos, llegaba su mejor hora. Se quedaba entonces en el salón o volvía a él en secreto, y escuchaba el aparato solo, en lo profundo de la noche. No podía turbar el sueño de la casa, pues la música de sus fantasmas sonaba quedamente y las vibraciones producían un efecto sorprendente junto al aparato, pero eran débiles, de una potencia aparente, como conviene a los fantasmas cuando se alejan. Hans Castorp estaba solo entre cuatro paredes, con las maravillas del cofrecito, con las producciones florecientes de aquel pequeño ataúd tallado en madera de violín, de aquel pequeño templo negro y mate, delante de la puertecilla de dos hojas, con las manos juntas, la cabeza inclinada sobre el hombro, inundándose en armonía.

No veía a los cantantes que oía, pues su forma humana estaba en América, en Milán, en  Viena, en San Petersburgo, pero tenía lo mejor de ellos mismos, tenía la voz y apreciaba aquella depuración, aquella abstracción, que era bastante perceptible a los sentidos para permitirle ejercer un buen control humano eliminando todos los inconvenientes de una aproximación personal sobre todo cuando se trataba de compatriotas, de alemanes. La expresión, el acento, el origen exacto del artista podía distinguirlos perféctamente, y el carácter de la voz le informaba sobre la calidad del alma de cada uno, y el grado de su inteligencia se revelaba por la manera cómo sacaban partido de las posibilidades de un efecto. Hans Castorp se enfadaba cuando los veía fracasar en su papel, sufría y se mordía los labios de despecho cuando la reproducción técnica presentaba imperfecciones; estaba sentado como sobre ascuas cuando, mientras sonaba un disco tocado muchas veces, una melodía se convertía en chillona o ronca, lo que ocurría muy fácilmente con la voz de mujer. Pero lo soportaba todo porque el amor debe saber sufrir.
Algunas veces se inclinaba hacia el instrumento, que giraba como sobre un ramo de lilas, sumida la cabeza en la niebla de los sonidos, permanecía de pie, delante del cofrecillo abierto, disfrutando los placeres soberanos del director de orquesta indicando al metal, con un gesto de la mano, el instante exacto en que debe atacar.
Tenía en la colección discos preferidos, algunos números de canto o instrumentos que no se cansaba jamás de oír. No podemos dejar de citarlos.
Un grupo de discos presentaba pomposos finales de escenas de ópera, desbordantes de genio melódico, que un gran compatriota de Settembrini, un viejo maestro de la música dramática meridional, había compuesto por encargo de un soberano oriental en la segunda mitad del pasado siglo, para una circunstancia solemne: con motivo de la entrega de un monumento destinado a aproximar a los pueblos”.






Aquí empieza una minuciosa descripción de las emociones 
que a Castrop le produce la escucha de Aída, de piezas orquestales, de Carmen, de Fausto, canciones populares de Schubert,…, que recomendamos al lector en otro soporte y, quizá, con otra atención.
Romy Pocztaruk. Suíte Trans Brasil. 2 de 3.

“Pero lo que experimentaba, lo que comprendía, lo que le hacía disfrutar por encima de todo era la idealidad triunfante de la música, del arte, del corazón humano, la alta e irrefutable sublimación que la música operaba sobre la vulgar fealdad de lo real”.

La traducción es de Mario Verdaguer.

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