miércoles, 22 de abril de 2020

Aute: la belleza

Luis Eduardo Aute de paseo con una de sus múltiples quimeras. Foto de Jorge Cano.
Casi desapercibido, furtivo en medio del tumulto inesperado e incomprensible que nos rodea, tan discreto como siempre, ha muerto Luis Eduardo Aute, persona extraordinaria que nunca dejó de “reivindicar el espejismo de intentar ser uno mismo”, y lo apostó todo a ser y sentirse libre, a cultivar su curiosidad insaciable, su eterno afán por aprender, esquivando la especialización, surfeando entre las viejas aficiones profundamente sentidas, hondamente deseadas, vividas desazonadamente como si fueran vidas paralelas, unas veces simultáneas, las más intermitentes. 
Luis Eduardo Aute en 1985
Siempre pareció “el hombre que no quería estar ahí”, porque sentía que tenía mejores cosas que hacer; siempre con la actitud entusiasta del “aficionado”, demasiado a menudo (a veces mucho más allá de lo razonable) contra las rigideces y servidumbres a las que obliga cualquier profesionalización por muy rentable y valorada socialmente que fuera. Lo suyo era, como dice en su canción, ese viaje hacia la nada que consiste en la certeza de encontrar en la mirada de los otros la belleza. Y a ello se dedicó. Y, afortunado, seguramente lo consiguió. 


Fue un músico singular, quizá único entre los nuestros por su actitud permanentemente renovada, siempre “en construcción”. Natural, sincero, directo, cantaba consecuentemente sin ninguna afectación, de forma relajada, sin ningún amaneramiento ni impostación, dominando el escenario pero transmitiendo fundamentalmente a través de las palabras, de profundo significado y alto vuelo lírico, con frecuentes referencias a los lenguajes artísticos relegados temporalmente a un pujante segundo plano, y siempre con la poesía como motor, en el centro, haciendo convivir de manera natural, en fascinantes imágenes, asuntos tan diversos como el amor, la mística, la ironía, la sexualidad, la denuncia social y el humor. Con unas dotes privilegiadas de narrador, de “seductor tímido” capaz de crear historias atractivas para otros y contarlas como nadie. Con el raro don de ser un creador de palabras, con la habilidad de saber usar como pocos el idioma común, las palabras creadas entre todos. Con la infrecuente capacidad de inculcar en el imaginario colectivo expresiones envenenadas del tipo "querer con alevosía" como muestra de amor sublime.  

Nunca se pudo decir de él que se repetía o que se había convertido en su peor imitador, como hay que decir de tantos colegas suyos, y cuando volvió a recrear y grabar su imperecedero repertorio en la gozosa serie de los "Auterretratos", seguramente su obra cumbre, lo hizo con una sabiduría magistral, sin ninguna autocomplacencia, con el hambre y las ganas de quien empieza y con la brillantez del que ya lo sabe todo porque está de vuelta pero aspira a seguir aprendiendo hasta el final. 
Recordaré siempre su último concierto en Logroño, también en tiempos convulsos, en el Bretón: brillante, delicado, generoso, sutil, entregado, incansable, sin ninguna prisa, tan a gusto, tan locuaz, confidencial, amistoso. Como “enmimismado”, que decía él, ensimismando a la entregada audiencia. El seductor de siempre lo había conseguido otra vez. 



Y nada más.

El niño Luis Eduardo en Manila.
Apenas nada más.

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