viernes, 6 de diciembre de 2013

La Oda a Salinas y Cecilia Barraza

Carlos y Miguel Vargas. Clase de anatomía. Arequipa. Perú. Circa 1920.
La última novela de Mario Vargas Llosa, El héroe discreto (Alfaguara, 2013), tiene un notable interés, más allá de las historias que discurren paralelas hasta entrelazarse en una bella trenza: ese valor profundo está en el sonido de tantas palabras desconocidas -para los de este lado del Atlántico- de nuestro idioma común. 
El español es complejo en su conjunto por la suma de riquezas locales como la peruana que nos canta Vargas Llosa, sumando el vocabulario del habla urbana, de la rural y la de los profesionales más europeizados por sus anhelos culturales anclados en tradiciones artísticas geográficamente lejanas.

Carlos y Miguel Vargas. Escuela fiscal. Arequipa. Perú. 1925.

Esta riqueza sonora tiene su concreción en la novela en dos declaraciones expresas del gusto por la música como anhelo de belleza y libertad. La primera la de don Rigoberto, el abogado limeño que sueña con una idealizada Europa y lo que para él representa. Así lo cuenta MVL:

(...) Buscó y encontró en el estante de la poesía el libro de Fray Luis de León. A la luz de la lamparilla, leyó el poema dedicado al músico ciego Francisco de Salinas. Lo había estado recordando la víspera en la duermevela y luego soñó con él. Lo había leído muchas veces y ahora, después de releerlo despacio, moviendo apenas los labios, lo confirmó una vez más: era el más hermoso homenaje dedicado a la música que conocía, un poema que, a la vez que explicaba esa realidad inexplicable que es la música, era él mismo música. Una música con ideas y metáforas, una alegoría inteligente de un hombre de fe, que, impregnando al lector de esa sensación inefable, le revelaba la secreta esencia trascendente, superior, que anida en algún rincón del animal humano y sólo asoma a la conciencia con la armonía perfecta de una hermosa sinfonía, de un intenso poema, de una gran ópera, de una exposición sobresaliente. Una sensación que para Fray Luis, creyente, se confundía con la gracia y el trance místico. ¿Cómo sería la música del organista ciego al que Fray Luis de León hizo ese soberbio elogio? Nunca la había oído. (...)

Carlos y Miguel Vargas. Arequipa. Perú. Circa 1920.
La segunda viene marcada por el insistente recurso de Felícito Yanaqué (pequeño empresario de Piura que se convierte en héroe por su resistencia a la extorsión) al cancionero de Cecilia Barraza, la excelente cantante del rico acervo sonoro afroperuano tan desconocido fuera de su país (salvo por las canciones de Chavuca Granda interpretadas por otras voces y, más recientemente, por Susana Baca). Sólo escuchándola encuentra el atribulado personaje tranquilidad y consuelo entre tanta cavilación sobrevenida.

Del primero, efectivamente, don Rigoberto nunca pudo haber oído su música (ni siquiera en la soñada Europa), porque, al parecer, toda ella se perdió. Lo compensamos reproduciendo el poema mencionado de Fray Luis de León, en el que describe con la pura música de sus palabras los sonidos del catedrático de la Universidad de Salamanca:

"EL aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música extremada,
por vuestra sabia mano gobernada.

A cuyo son divino
el alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primera esclarecida.

Y como se conoce,
en suerte y pensamientos se mejora;
el oro desconoce,
que el vulgo vil adora,
la belleza caduca, engañadora.

Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es la fuente y la primera.

Ve cómo el gran maestro,
aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado,
con que este eterno templo es sustentado.

Y como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta;
y entrambas a porfía
se mezcla una dulcísima armonía.

Aquí la alma navega
por un mar de dulzura, y finalmente
en él ansí se anega
que ningún accidente
estraño y peregrino oye o siente.

¡Oh, desmayo dichoso!
¡Oh, muerte que das vida! ¡Oh, dulce olvido!
¡Durase en tu reposo,
sin ser restituido
jamás a aqueste bajo y vil sentido!

A este bien os llamo,
gloria del apolíneo sacro coro,
amigos a quien amo
sobre todo tesoro;
que todo lo visible es triste lloro.

¡Oh, suene de contino,
Salinas, vuestro son en mis oídos,
por quien al bien divino
despiertan los sentidos
quedando a lo demás amortecidos!

Fray Luis de León. Oda a Salinas (Oda III)


Carlos y Miguel Vargas. Entrada de La Cabezona. Perú. Circa 1920.

De la segunda, miracomosuena ofrece a su sensible audiencia una preciosa canción del disco Afro-peruvian classics: the soul of Black Perú, recopilado por David Byrne. Se trata de Canterurias, una composición de Chabuca Granda cantada por Cecilia Barraza.

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Cecilia Barraza. Canterurias.

Carlos y Miguel Vargas. Arequipa. Perú. Circa 1920.
  
En el folleto del disco mencionado, Fietta Jarque valora la música afroperuana como "una mezcla original y única de las tradiciones españolas, andinas y africanas. De España viene el idioma, la preferencia por ciertas formas poéticas como la décima y la copla, además de la guitarra como instrumento musical. De la cultura andina la afinidad con el espíritu animista y politeísta, y la melancolía de ciertas formas musicales. De África ese increíble ritmo, visceral, congénito, y su expresión conservada de generación en generación a través del baile. El baile es, en el fondo, lo que da sentido a gran parte de esta música. Se baila el sufrimiento y la alegría, se baila en las fiestas y en los duelos, en el trabajo y en el descanso. En esta cultura el cuerpo pide expresarse abiertamente, sin prejuicios".

Carlos y Miguel Vargas. las bellezas locales de Arequipa. Perú. Circa 1920.
No se hable más.
Hagamos las maletas y emprendamos viaje.







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