miércoles, 3 de diciembre de 2014

El veneno (alucinógeno) del teatro

La calma mágica, de Alfredo Sanzol.
El 35 festival de teatro de Logroño ha terminado con La calma mágica, la última obra escrita y dirigida por el prolífico Alfredo Sanzol, un autor extraordinario con una forma de narrar muy personal, construida a partir de fragmentos de vida cotidiana con los que teje hermosos tapices muy apropiados para planear desde una butaca sobre nuestra confusa realidad colectiva. 
En sus obras prepara una mezcla perfectamente dosificada de situaciones a menudo naïf y otras veces de un realismo entre mágico y absurdo que no gusta a todo el mundo, pero que a los que nos gusta nos arrebata, porque lo percibimos como singular, brillante y simpático (en el buen sentido), y sentimos que al hablar de sí mismo está hablando de nosotros, de nuestros parientes y de nuestros amigos, bastante parecidos a los suyos, recurriendo a un lenguaje directo y lleno de argot expresivo, de localismos chocantes pero muy eficaces para contar las miserias y deslumbramientos de la vida cotidiana.
Scott Heiser. Big Apple Circus. Nueva York.

Guste o no guste su dramaturgia, lo que nadie discute es su capacidad privilegiada para crear intensidad dramática, para cargar de tensión la peripecia principal y rodearla con derivas inesperadas, válvulas de escape asombrosas que dan a cada una de sus obras y al conjunto de ellas un personal tono poético.

En La calma mágica disfrutamos del teatro como posibilidad psicotrópica, capaz de alterar nuestra conciencia y llevarnos (como a Oliver, el protagonista) a zambullirnos en el futuro, a reevaluar el pasado y a transformar el presente. 
Sanzol lo hace todo normal y verosímil, porque construye lo extraordinario mediante elementos cotidianos que a nosotros también nos son familiares. Su exorcismo nos vale: su armisticio (más que ajuste de cuentas) con el padre muerto, que acude desde ultratumba hasta el  escenario por vía telefónica; sus opciones de riesgo en favor de la dignidad personal; su estrategia para sacar a la luz al animal cazador que seguimos llevando dentro, un traumático secreto que condiciona nuestra conducta.
Richard Young. Elefante.
Todo es natural: desnudarse en el escenario, descubrir el mar, que las fuentes fluyan y dejen de hacerlo, que un conejo nos advierta de los peligros y grandezas de la vida, la convivencia con un elefante rosa y sentir en la absoluta tribulación la extraña paz de una calma mágica.
Lo representado, más o menos metafóricamente, tiene mucho que ver con el autor, que no se esconde, y si lo hace es como parte de un juego de gallina ciega que se practica a la vista de un público que admite ser cómplice, y al que se invita (¿incita?) a indagar en el recuerdo de sus propios misterios individuales y domésticos.
La escenografía de Alejandro Andujar me pareció muy acertada por su aparente sencillez, optando por que sean las palabras las que construyan las situaciones, los ambientes y las geografías. Y en medio de ella, una ventana prodigiosa, tanto plástica como funcionalmente, una especie de espejo de Alicia a través del que ir y venir a otras dimensiones de la realidad.
Isidro Ferrer.
Otro acierto estratégico de Sanzol ha sido prescindir hasta ahora de una compañía “propia” permanente, y optar por el cambio en función de las características de cada texto. En esta ocasión ha contado con Tanttaka Teatroa (en coproducción con el Centro Dramático Nacional), y el resultado ha sido fantástico: los cinco actores dan carne a personajes muy bien escritos de los que hacen construcciones memorables, seguramente enriquecidas en el proceso de montaje. Iñaki Rikarte ocupará para siempre una hornacina en el altar de los neuróticos obsesivos, y Aitor Mazo ha reconstruido al amigo de Bilbao que todos tenemos. Pero yo he tenido siempre una especial debilidad por sus preciosos papeles para mujeres, personajes amables y complejos (como para Frances McDormand) que en esta ocasión bordan y llenan de matices y chispa Sandra Ferrús y Mireia Gabilondo, con el juguete de regalo que sale de una estantería en la persona de Aitziber Garmendia.
Richard Avedon. Dovima con elefantes.
Entre todos logran eso tan extraño que se da en contadas ocasiones: convierten al teatro en algo completamente distinto (¿quizá superior?) a todo lo demás.
Un excelente epílogo para estos primeros treinta y cinco años de festival de teatro, un intento (el primero y más duradero, pero no el único) de construir una oferta pública solvente y viable para una ciudad en la que el teatro privado agonizaba. Hubo que inventar espacios dándoles un uso insospechado y sacándoles posibilidades sorprendentes, hubo que tejer complicidades y alianzas, hubo que apostar e invertir en equipamientos y en plantillas, y sobre todo hubo que crear un público, que descubría (por su edad) o recuperaba (como por ensalmo) el veneno del teatro.
Cartel de Isidro Ferrer para el Centro Dramático Nacional. 2014.

Al menos esto, sea por cálculo o por mera posibilidad de lucimiento, no se lo han cargado.

(Publicado en Rioja2 el 03.12.2014)

1 comentario:

  1. Magnífica y sensible crónica de lo que vimos y oímos. Ese estado entre Miguel Mihura, Lewis Caroll y los hermanos Cohen. Y esa calma final, tras la tribulación aguda, que da lo que muy bien denominas 'armisticio' con el padre, solventado con un senequsimo bilbaino y la trasparencia de toda la tramoya de la vida. Abrazos calmos. Bernardo

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