martes, 17 de junio de 2014

¿Les gusta el jazz a los programadores de jazz?


Hans Michel & Günther Kieser. 1964.

Si nos atuviéramos exclusivamente al contenido de lo que programan (lo que no es mala cosa, porque en esto, como en todo, por sus obras hay que conocerlos), podríamos deducir que a los programadores de festivales de jazz les gusta poco el jazz. Al menos le dan una importancia relativa y decreciente, supeditada a las “estrellas” de otras constelaciones y relegado a espacios y franjas “de prestigio” pero secundarias en cuanto a presupuesto, promoción y proyección mediática. Cuanto más grandes sean los festivales de jazz, menos jazz programan, y la tendencia no cesa de empeorar.
Hubert Hilscher. 1972.
Empezaron por abrir el abanico a músicas complementarias, o a aquellas que estaban en la base de su lejano y tumultuoso origen, para ir sumando paulatinamente a artistas cada vez más tangenciales, o a proyectos más o menos “experimentales” con músicas de raíz, hasta llegar al protagonismo de artistas ajenos que lo único que aportan es popularidad y, en el mejor de los casos, taquilla. 
Milton Glaser. 1983.
Probablemente esta chocante situación sea el final de una crisis (larga) de crecimiento, una especie de hipertrofia anómala debida a decisiones tomadas hace tiempo, en épocas de vacas gordas. Ahí van unas cuantas: 
Günther Kieser. 1969.
Recurrir a grandes espacios exige una superproducción costosa y grandes gastos en iluminación y sonido para poner en valor (no siempre adecuadamente) las características de un producto sonoro tan sutil como volátil. 
Roberto Turégano. 1984.
Esa sobredimensión exige unos gastos que acaban por condicionar la autonomía de un proyecto cultural, que necesita para financiarse sumar a otros agentes con estrategias distintas, a menudo ligadas a la promoción territorial o comercial, o al consumo masivo.
María Laredo. 1976.
Eso implica que los benevolentes patrocinadores de los comienzos se hayan ido convirtiendo en ávidos promotores, propietarios de la marca y su futuro, que programan a la medida de sus intereses económicos. Como diría un castizo, se quieren alzar con el santo y la limosna. 
Atelier Martino & Jaña. 2012.
Tales desembolsos determinan unas expectativas de ingresos por venta de entradas y de derechos de imagen y de afluencia de visitantes que difícilmente se van a lograr con artistas de la órbita del jazz, extraordinarios pero poco conocidos salvo entre un reducido grupo de aficionados.
Hay, por tanto, que echarse en manos del “negocio del espectáculo”: músicos “populares”, géneros masivos, afluencias de espectadores acordes con la inversión, cuota de presencia asegurada en los medios de comunicación, venta de cervezas y mercaderías, y una larga serie de factores extramusicales. El jazz, sus creadores, son los menos beneficiados de esta reconversión. 
David Lance Goines. 2008.
¿Dónde queda el jazz? Demasiado a menudo en manos de aficionados que se la juegan favoreciendo la música en directo en pequeños locales que hacen posible el contacto y el milagro.
¿Por qué mantener, entonces, esa referencia jazzística en citas que hace tiempo dejaron de serlo? Exclusivamente por aprovechar marcas comerciales consolidadas, el marchamo de prestigio y sofisticación de una música asombrosa y el peso (muy llevadero) de una historia gloriosa. El jazz es, utilizando un título de Miles Davis, el reclamo. La coartada. 

Keith Haring. 1983.

Mientras tanto, en el “mundo real” de la provincia, la cosa va como puede. Un efecto colateral de la actual crisis es que se ha reducido drásticamente la demanda de contrataciones, y como consecuencia los costes añadidos meramente especulativos se han ajustado, recortándose notablemente los cachets globales. Seguro que ni los gastos de viajes, ni el “manageo”, ni la intermediación habrán desaparecido, así que cabe suponer que el palo, al final, se lo llevarán una vez más los músicos. 

Eberhard Marhold. 2001.
Ahora viene bien ser pequeño y no tener demasiada prisa, ser flexible y poder esperar hasta que queden fechas colgadas que han de colocarse a la baja. Y prescindir, como siempre, de primicias y exclusivas. Un lujo (dudoso) para otros. 
Milton Glaser. 1977.
Y, como siempre, o más que nunca, ser pobre se puede convertir en una bendición: no queda más remedio que cultivar la afición, informarse de lo que hay, elegir lo mejor posible, aprovechar la oportunidad, negociar con paciencia y amoldarse. Un standard, hablando de jazz. Todo un clásico, en cualquier género.
Günther Kieser. 1973.


(Publicado en +JAZZ 2014)






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