domingo, 30 de junio de 2013

Música ambulante


Como ahora todo lo veo en clave acústica, mis tres cuartos de hora en la camilla de mi fisioterapeuta se convierten en una audición del acontecer callejero: vehículos, nutridos grupos escolares camino de actividades complementarias, repartidores, conversaciones de transeúntes, relojes públicos, campanas y, por encima de todo, un músico ambulante (aunque estático) que toca el clarinete con mucho swing sobre un fondo jazzístico pregrabado. Resulta atorrante hasta para un rato. Mientras he estado allí ha tocado Autumn leaves cuatro o cinco veces entre otros variados (¿?) standards, todos a la misma velocidad y con el mismo brío. 
Brassaï. París. Años 30.
Para el que se pasa varias horas clavado en un puesto de trabajo oyendo reiteradamente algo indeseado tiene que ser casi tan gravoso como para el dinámico músico a la intemperie. O más, porque solo se tiene molestia y motivo de berrinche, mientras el ejecutor aspira a tener un dudoso beneficio económico, y a veces, aunque mermado, lo consigue.
Pero podía ser peor. A veces he oído, de pasada por la calle Portales, a músicos ramplones, estajanovistas, tocando Los pajaritos al acordeón como plato único durante largas temporadas. Por la caridad entra la peste (aviar en ese caso).  
Dustin Harvin. El fabuloso Alamalakadi.
O peor todavía: la recuperación del "hilo musical" callejero como ocurrente medida para fomentar el comercio de centro de ciudad, y que no hace otra cosa que poner de los nervios a los vecinos y en fuga a los improbables clientes.
Jonás Bel y Rafael Trapiello. Proyecto 2013.
Una modesta proposición: ya que son músicos ambulantes, tendrían obligatoriamente que deambular. Ni sillas, ni bases grabadas y amplificadas, ni repertorio reiterativo, ni lugar fijo. Paradas de tres minutos y a circular. 
Un desfile permanente con aire de Nueva Orleans. 
Por fin, la ciudad en marcha.


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